Sexo, Fútbol, Drogas y Rock´n´roll

viernes, diciembre 09, 2005

Champiñones Secos

Todo empezó en la madrugada de un lunes, debían ser las 6 y pico de la mañana. Salíamos del bar de un amigo, donde habíamos pasado toda la noche medio tirados, bebiendo cócteles de frutas amenizados con algún que otro canuto de marihuana. Todo muy natural. Estábamos bastante frescos, pero quizá un tanto tediosos: no teníamos muy claro qué hacer. Sonia rebuscó algo en su bolso y sacó, tal vez accidentalmente, aquel paquete con las setas. Ya ni me acordaba de ellas; pero al verlas exclamé sonriente:
-¿Y si nos las comemos?
No me respondió. Como era habitual en esos casos, abrió mucho los ojos y me obsequió con una cara de sorpresa un tanto teatral y al punto se hizo la despistada. Víctor nos miraba sin ningún interés, como si ya supiera exactamente lo que iba a pasar. Entonces Sonia rió abiertamente, sin ningún complejo.
-¿Quieres decir ahora?
-Claro –respondí entusiasmado-. Creo que buscabas algo en tu bolso y de repente... ¡Zas! Ahí estaban las setas. Es una señal.
Víctor sonrió condescendiente, meneando la cabeza; y Sonia soltó una nueva carcajada.
-¡Vaya, vaya! No es que los mendas necesiten nada del otro mundo para decir “SÍ”, pero...
-Sí –prosiguió Víctor-, pero en caso de que lo necesitáramos ahí estás tú, el rollero infalible.
-Venga, decidido –sentencié al ver que los 3 nos moríamos de ganas-. Vayamos a mi casa.
-¿No está tu chica?
-Sí, está. Pero va a trabajar de aquí a poco. Si llegamos a tiempo, puede que nos invite a café.

No lo pensamos más y nos repartimos los reveladores hongos. Eran bolsitas con dosis de un gramo y medio por recomendación expresa del dealer: “Vais a viajar de verdad”, nos había dicho. Era un tipo un poco loco que Sonia había conocido por Internet, un auténtico especialista en viajes. Masticamos lentamente, disfrutando y sufriendo a la vez aquel sabor a champiñón seco y amargo. Cuando acabamos de tragar parecía que nos estuviéramos presentando a un concurso de feos. El mal ya estaba hecho; sólo nos quedaba partir y esperar. Sonia había dejado el coche a varias manzanas de allí, así que tomamos un taxi para llegar hasta él. -Deberíamos pasar del coche –sugirió Víctor-, sabéis que tratándose de setas el subidón es rapidísimo. Además ya estamos en un taxi, ¿no? Claro que deberíamos haberle hecho caso, pero ella y yo éramos sencillamente más irresponsables. Empecé a encontrarle comicidad a lo que me rodeaba: las lanudas patillas del taxista, su camisa de mantelería selecta desabrochada hasta el ombligo; o el surtido de estampas de santos y vírgenes que poblaban el salpicadero. Y eso sin contar el programa de radio para garrulos que el tipo seguía con gran afición. Por suerte el trayecto era tan corto que no me dio tiempo ni de reírme. Sonia encendió el motor y nos pusimos en marcha. Yo iba en el asiento de atrás y puede que fuera autosugestión, pero ya me sentía distinto; la sangre me hacía cosquillas en las venas. 5 minutos después, parados en un semáforo, la chófer se quedó un poco tensa, mirando a uno y otro lado. -¡Qué fuerte! –soltó de golpe con un susurro fantasmalmente prolongado-. ¿Os dais cuenta? ¡El coche se mueve! -¿Hablas en serio? –Víctor y yo comenzamos a reír. -¡Claro! No me digas que no lo notas. -Vamos, Sonia... Acabamos de comer setas. ¿Lo recuerdas? -No sé. A mí se me mueve –dijo mientras ponía cara de payaso triste, como si no consiguiera entender nada. Hicimos rotaciones, como en el fútbol. Yo pasé al volante y ella se quedó de copiloto. A pesar de mis incipientes síntomas, estaba bastante lúcido; era mejor que condujera yo. En toda cofradía de drogados hay situaciones en que uno u otro tiene que asumir la responsabilidad, ponerse serio y olvidarse de su estado alterado, aparcarlo sin más. En aquel momento, el más adecuado era Víctor, pero no sabía conducir. Al menos convencionalmente. Años atrás, alguna vez íbamos al amanecer a un escampado cerca de la playa, donde le dejaba el coche para que practicara a sus anchas. Era un entretenimiento extra, tras acabar la jarana. Su manera de conducir inexperta y temeraria, dando volantazos, y la cara de colgado que ponía hacían que nos descojonáramos de risa. -¡Vamos allá! –aullé meneando el culo para encajarme mejor en el asiento-. Sé que puedo hacerlo. ¡Voy a hacerlo! -Qué suerte tenéis –dijo entonces Víctor, un poco serio-; yo no noto absolutamente nada. -¡Aún!, no notas nada –respondí mientras los iris de mis ojos empezaban a describir elipses impredecibles-. Ten paciencia, amigo; todo llega. -La tendré – dijo resignado-. Paciencia y sobre todo comprensión. Ya que tu casa no es por aquí. Vas al revés, como si fueras a casa de tu madre ¿O es que quieres saludarla? Era cierto, me alejaba de nuestro destino y ni me había dado cuenta. Su tono sardónico, aunque lejos de molestarme, me envalentonó. Circulábamos por la Diagonal de Barcelona, una avenida ancha con 6 carriles y doble sentido. Giré 180 grados ante la mirada atónita de los demás conductores. Fue un acto atrevido, pero creo recordar que no entrañó peligro alguno. Al menos, nadie llegó a tocar el claxon; quizá debido a la conjunción de un deportivo rojo con un colgado muriéndose de risa en el interior y una rubia a su lado secundándole. Durante los siguientes 10 minutos (por decir algo) conduje bien, con total tranquilidad, al menos en apariencia. Un volcán de fantasía se revolvía en mi interior; y yo lidiaba contra él. No era en absoluto algo que me turbara, sino que me parecía de lo más jocoso y apasionante. Dentro de mi cabeza se libraba la consabida y quimérica colisión entre ángel y demonio. Y yo (no me preguntéis cómo) conseguí que se hicieran amigos. Un sinfín de pequeñas descargas hacían vibrar cada recoveco de mi cuerpo. Al encogerme de hombros y menear la cabeza adelante y atrás, unos labios rociados y ardientes me besaban el cuello y la nuca; y al rascarme detrás de las orejas sentía una especie de orgasmo, pero más sedoso y más eléctrico al mismo tiempo. En mi cara se dibujaba una indeleble sonrisa de media luna. Miré a Sonia, que trataba de contener la risa como podía, aunque sin demasiado éxito. Sentí ganas de bajar del coche y predicar ante el resto de conductores, cual profeta iluminado. -¿Sabéis una cosa? Me encantaría salir del coche y decirles a todos: “Pon una seta en tu vida y olvida todo lo demás”. No hay derecho a que se pierdan algo así. Estaba absolutamente eufórico. Miré a mi alrededor, escudriñando el interior de cada vehículo. Encontré algunos rostros que me sugerían vidas interesantes, cuando menos potencialmente. Mi iluminación me susurraba al oído, me confesaba ese y mil secretos más. Por otro lado, también vi semblantes anodinos de existencia color ceniza. Y expresiones afligidas, tal vez por exceso de problemas. La gente se toma las cosas demasiado en serio, pensé justo en ese momento; vivir es vivir. Mi cerebro era un torbellino de ilógica que vomitaba con fuertes arcadas todo acopio de cordura. Pensé en toda la gente aburrida y severa que nos condenaría por tomar drogas o por conducir en ese estado. Simplemente, me la sudaba. Mientras tanto, Sonia ondulaba sobre el asiento como una mamba verde. Figuraba salida de un episodio de “Bugs Bunny”; su expresión cambiaba constantemente y a toda velocidad. Abría y cerraba los ojos, torcía los labios y la nariz y reía a mandíbula batiente. Sí, estaba siendo un colocón genial. Yo estaba más o menos como ella, no obstante hacía un esfuerzo por controlarme. De buenas a primeras, parados entre un montón de vehículos en un semáforo multicolor que debía estar en rojo, me sucedió a mí también. -¡Joder, que fuerte! – grité sin ningún reparo-. ¡Es verdad, el coche se mueve! -¡Ah! ¿Ves como era verdad? –me gritó la copiloto triunfalmente. Sentía como si hubiera gente empujando de un lado y del otro, haciéndolo oscilar. Más formidable aún, lo veía moverse. Lo primero que me pasó por la mollera, fue que quería encontrar una animada cohorte de simpáticos duendecillos, con sombreros arco iris y cara de esquizofrénicos, meneando el coche con sus diminutas y hercúleas manos; así que abrí la puerta. Lamentablemente, allí afuera no había nadie. Otra vez sería. Mi risa empezaba a ser incontenible, al igual que la de Sonia. Los conductores de alrededor nos miraban, algunos con cierta cara de espanto. Pero nadie se reía, solamente nosotros. Debíamos dar un poco de miedo. Víctor intentaba poner paz. -¡Venga!, hacedme un favor y tomad esto en serio. Estamos a 2 minutos de tu casa, una vez paremos el coche desmadraros todo lo que queráis. Ahora calmaros un poco. Aunque era evidente que tenía más razón que un santo, no conseguíamos serenarnos. Y para colmo, un nuevo dislate asomó a mi conciencia. Yo no era yo, sino que estaba poseído por algún diablillo travieso de una antigua mitología ya olvidada. Saltarín, desalmado y vigoroso... ¿Cómo iba yo a contener algo así? De vuelta a la redonda realidad del volante sobre el cual mis manos oficiaban, estábamos en un verdadero aprieto: no encontrábamos aparcamiento. Dimos vueltas y más vueltas. Puede que 10, tal vez sólo 2. Las calles que circundaban mi casa, afortunadamente, eran de un solo carril y había un semáforo en cada cruce. Por añadidura, había suficiente tráfico, así que no era yo el que tenía que dilucidar si el disco estaba en uno u otro color; tan sólo imitar al coche de delante. Aquellos benditos “psilocybes” que nos habíamos zampado inundaban nuestras neuronas cada vez más. Una risa histriónica colmaba nuestros oídos. Tal vez era yo mismo, que hablaba sin parar de un modo bastante inconexo. Sonia me miraba, desmontada; sus ojos llenos de lágrimas, a carcajada tendida. Diría que me suplicaba sin palabras que dejara de hacer el canelo y pusiera fin a aquello, que para ella era mitad tormento y mitad diversión. Víctor continuaba llamándonos al orden. ¡Ay, si él no hubiera estado allí! Tuve una imagen de mí, abriendo la puerta del coche, apagando el motor y saliendo, clavando las rodillas, revolcándome por el suelo, agradeciendo mi estado alterado y clamando al cielo para que me enviara un ángel de la guarda que nos hiciera de chófer. Felizmente, me contuve. Una vez di con él, intenté entrar en el único parking de la zona. La condenada rampa estaba más inclinada que de costumbre y paré tan lejos del expendedor de tiques que ni sacando medio cuerpo por la ventanilla lo alcanzaba. Tuve que bajar del coche. Ahí, en un gran derroche de perspicacia, tomé conciencia de que mi estado no era bueno para conducir. Sin embargo, tenía que intentarlo. Bajé hasta la planta cero. Desdichadamente estaba reservada para los camiones del mercado municipal. Un insoportable hedor a pescado (era lo habitual) poblaba el aire. En la siguiente rampa, en una curva revirada más pronunciada aún, me quedé clavado; tiré del freno de mano con tanta fuerza que creí que lo arrancaría. La pared estaba dando vueltas en espiral, como si fuera un remolino que nos quisiera tragar y me daba tanta risa que apenas conseguía abrir los ojos. Entonces fue Sonia quien se puso la máscara de serena y ocupó mi lugar. Pero ya era demasiado tarde. Esa máscara era sólo un antifaz y se le cayó en menos de 10 segundos. No paraba de vocear, totalmente alucinada: “¡Mirad las ventanillas del coche, están llenas de agua! ¡Llueve dentro del parking! ¿Acaso creéis que puedo conducir así?”. Estaba claro que no. Víctor se ofreció a mover el volante. “Tú limítate a los pedales”, le dijo. Y entre gritos de: “¡Para, para!; ¡Frena, frena!” y órdenes surtidas tales como: “Ahora; dale; poco a poco”, al final lo consiguieron. Fue casi un milagro. Yo era un nudo humano en el asiento de atrás; cuando cerraba los ojos veía unos engranajes luminiscentes que no paraban de dar vueltas, encajando armoniosamente unos con otros. Cambiaban de color una y otra vez. Por lo que recuerdo eran rojos, violetas y morados. Era una imagen completamente nítida. Sólo tenía que bajar los párpados y ahí estaban. Lo peor ya había pasado. Al salir del coche nos chocamos de nuevo contra aquel insufrible tufo a pescado, pero lejos de molestarme me pareció divertido y misterioso. Fui echando miradas de soslayo bajo los coches esperando el ataque inminente del hombre-atún o la muchacha-cigala. Me fijé en Víctor. Su rostro se había transformado. Sus labios salían hacia fuera y sus ojos estaban exageradamente abiertos, Era una fabulosa reinvención de sí mismo. -¡Eh, tío! ¿Y ahora qué? -Sí, al fin llegó mi hora –me dijo con voz traviesa desencajando la mandíbula . Subimos por la misma rampa que acabábamos de bajar. Las escaleras son sólo para humanos, dije según creo recordar. En la garita había 2 vigilantes jurados bostezándole a la mañana al unísono. El enésimo ataque de risa se adueñó de nosotros y ahora, para más inri, éramos 3 en el club. Incapaces de mitigarlo, hasta nos lloraban los ojos. Aquellos uniformes nos miraban sin querer hacerlo. Salimos al exterior, la plaza del mercado estaba prácticamente desierta. 10 minutos andando y llegaríamos a mi casa, finalmente a salvo del abominable mundo exterior. No podíamos comportarnos seriamente, cada vez que nos cruzábamos con alguien estallábamos. Los colocones psicodélicos distorsionan la realidad de una forma abrumadora. Y si tu cabeza no está limpia, incluso te pueden jugar una mala pasada. Recuerdo que tiempo atrás, en otro de esos viajes alucinantes, una amiga miraba a su alrededor y no podía parar de llorar, completamente frustrada. “Vamos, tranquilízate mujer”, le dije mientras la acariciaba en el hombro. Se calmó un momento, pero al mirar una de sus manos empezó a sollozar. “¿Y ahora qué te pasa?”, le pregunté muy paciente. “Es que no es mi mano, ésta tiene pelos”; y se puso a berrear de nuevo. De todos modos, aunque tratábamos de hacernos cargo de nuestro estado distinto, teníamos la convicción de que lo que estaba pasando ante nuestros ojos era raro de verdad; muy raro. Me refiero sobre todo a la gente. Parecía que fuéramos víctimas de una cámara oculta dirigida por Tim Burton. Conseguimos calmarnos un poco. Caminamos, buscando convertir aquel ciego en algo introspectivo, aunque fuera sólo por un momento. 3 calles más allá nos cruzamos con lo que podía ser un matrimonio con sus 2 hijos. El padre era extremadamente delgado, llevaba el pelo repeinado como si se lo hubiera lamido una vaca y los pantalones le llegaban casi hasta los sobacos. La señora, de volumen descomunal, lucía un vestido de flores imposibles y un peinado que me hizo pensar que los rulos estaban ocultos bajo su cabello. El crío iba vestido como un pastorcillo, todo de pana marrón. Pero el premio gordo se lo llevaban los pantalones de la niña, exageradamente abombados y de un naranja fosforescente que deslumbraba. “¡Oh, Dios mío!”, exclamé tapándome los ojos. Conformaban un cuadro demasiado surrealista, tal que nos hizo explotar. Me estiré en el suelo bocabajo. Estaba llorando de nuevo. -¡Pero...! –la voz de Víctor se entrecortaba con las carcajadas; arrodillado, abrazando su propio estómago- ¡No, no y no! Esto no es normal. Sonia no podía ni hablar. Miraba hacia el suelo haciéndose una gran visera con las 2 manos. Dábamos la nota en cada esquina. Inevitablemente, tal vez. O quizá nos vanagloriábamos de nuestro mundo particular y queríamos mostrar que lo estábamos pasando pipa. “Tenemos que controlarnos”, dijo alguien; “¿qué pasaría si nos encontráramos con la policía?”. “Esa sería buena”, respondí. Y dije con voz castrense: “Quedan ustedes detenidos por reírse en la calle”. Al fin llegamos a casa. Mi chica ya se había ido a trabajar. Creo que fue una suerte para ella. Podríamos haberle sido molestos como un grano purulento en el culo. Allí el pelotazo llegó a su punto más álgido. Me acordé del video “Lucy in the Sky with Diamonds” de los Beatles. Casi estábamos en él. Las paredes, aunque eran de un amarillo pastel, chorreaban pintura refulgente sin parar, produciendo un gorgoteo perfectamente audible para mí. Gotas que resbalaban burbujeando sin llegar a tocar el suelo. Alucinar de esa manera me hacía muy feliz. Miraba a mi alrededor con los ojos grandes, como de luna llena; con la misma excitación de un niño que hubiera entrado en una película de Disney. Giraba sobre mí mismo, con una sonrisa de oreja a oreja, ensimismado. “¡La droga es mala!”, grité. Y seguí desternillándome. Fijé la vista en una ventana alta, vi pasar un centenar de nubarrones grises a toda velocidad. Una luz radiante y tenebrosa al mismo tiempo entraba dentro de la casa por esa misma ventana. El salón era mi mundo y lo de afuera ¡quién sabe!; algo desconocido. Fui al lavabo, deseoso de ver mi cara en un espejo. Me encantaba eso, es increíble ver reflejado tu rostro y ser incapaz de reconocerlo. Y allí estaba, mi otro yo. Era tan distinto a mí que no sólo me costó identificarlo; también fue duro comunicarnos, así que desistimos. Un poco después entré en un estado de exaltación irrefrenable. Víctor y Sonia reían sentados en el sofá y yo de pie frente a ellos agitaba los brazos compulsivamente y hablaba y hablaba sin parar; y ¿de qué? Ni lo sabía. Más tarde me explicarían que llevaba a cabo unas 10 conversaciones al mismo tiempo, saltando de una a otra desordenadamente. “Has inventado el zapping mental”, dijo Sonia. Al poco fui gastando energías y me quedé sentado en el suelo y tras unos minutos me tumbé, todo ello sin parar de escupir palabras como un lanzaplatos. Me revolqué un poco sobre el parqué. Las sensaciones corporales eran plenamente extáticas. Hasta que me dormí. Entré en una duermevela psicodélica algo difícil de relatar. Era una pesadilla, por lo extraño de las cosas que pasaban ante mis ojos, pero no había horror en ella. Más o menos una hora después abrí los ojos y encontré las caras de mis amigos; seguían sentados en el sofá. No me parecían exactamente ellos; por lo visto aún quedaba psilocibina en mi cerebro. Estaban completamente chiflados, se acababan de tragar una película en la que Bruce Willis salvaba a La Tierra de la caída de un meteoro. El valor que tuvieron para afrontar algo así. -Sí, menuda experiencia –dijo Víctor con cara de susto. Sonia bostezaba y resoplaba. Aparentaba estar bastante bien. Al menos ya no tenía aquella risa incontrolable que la hacía incluso llorar. Había sido increíble. Nunca habíamos tomado tanta cantidad de setas y además siempre lo habíamos hecho de noche, lo cual te sumía en un mundo mágico, pero lleno de tinieblas. Aquel día el amanecer nos hizo vivir un hechizo distinto, repleto de luminosidad, colores y fantasía. Unas horas después todo volvió a la normalidad, relativamente. Quiero decir que no sentía el cuerpo machacado ni la cabeza alterada como si hubiera tomado LSD. Solté un elocuente discurso, basado en que debíamos tomar setas una vez por semana, incluso 2. Claro que eso nunca sucedió. Si bien era indiscutible que algo había cambiado en mí para siempre. Me sentía especialmente feliz y esa dulce sensación aún me iba a durar algunos días más. No era para menos. Acababa de experimentar el mejor pelotazo de mi vida. 10 de diciembre de 2005 © Fermín San Vicente


Seguir leyendo...